Nunca una película sobre textiles había sido tan interesante.
Hablar de Paul Thomas Anderson es hablar de buen cine. El director y guionista californiano lleva años conquistando al público -y a la crítica- con particulares historias como ‘There Will Be Blood’ que lo hizo merecedor de tanta fama internacional. En esta ocasión se reúne, con el tres veces ganador del Oscar, Daniel Day-Lewis -con quien ya trabajó en la cinta antes mencionada- y cuyo anunciado retiro deja a ‘Phantom Thread‘ como su última actuación. Con todos estos factores como si fueran un aperitivo, nos sumergimos en una de las joyas cinematográficas de este año.
Day-Lewis se pone en la piel del más aclamado diseñador de moda en el Londres de 1950, Reynolds Woodcock. Obsesionado por su trabajo, perfeccionista a más no poder y -muchas veces- insoportable personaje que viste a estrellas de cine, socialites y a la realeza en esta época posguerra; sus vestidos son el sueño de todas. La única persona que parece saber lidiar con él, sin morir en el intento, es su hermana Cyril (Lesley Manville), quien dirige las actividades diarias de la firma de alta costura The Woodcock House.
Es en un punto de esta rutinaria vida que Reynolds conoce a Alma (Vicky Krieps), una mesera que trabaja en el hotel de la carretera donde el desayunaba. Este primer encuentro es algo tan enigmático como dulce y quizás el momento más tierno de la película. Nos toma el resto de la película tratar de descifrar la ambivalencia de esta relación donde el artista ha encontrado a su musa definitiva. Situaciones de dominación, tensión y admiración mutua en las que los roles cambian constantemente, no con el fin de hacernos entender a los personajes sino de provocarnos, con ellos como el medio que desafía nuestras expectativas o prejuicios.
El Woodcock de Day-Lewis es un espécimen fascinante de ver, lleno de elegancia y con una pasividad única que desemboca en malicia: nunca trataría mal al prójimo sino fuera porque este hace que lo trate mal. Al contrario de sus otras caracterizaciones -muchas de ellas son figuras históricas o literarias- en El Hilo Fantasma se encuentra con un lienzo en blanco listo para ser empezado a la altura de su destreza. El resultado es una de las mejores actuaciones de su carrera, y si cumple su palabra y se retira definitivamente, estamos ante la mejor despedida de un actor de esta talla.
Muy sobresaliente es el trabajo actoral durante toda la película. Lesley Manville, veterana en esto de la actuación, sorprende con la frialdad que el guión requiere por lo que luce algo irreconocible en su muy correcta caracterización. Por otro lado, tenemos a Vicky Krieps quien representa a la otra mitad de la atípica pareja del filme. Un rostro no tan conocido en la industria que ejecuta su trabajo de forma creíble y acertada, tanto así que se va en un mano a mano con los acting skills de Day-Lewis como si fuera algo de todos los días. Ella es un contrapunto fuerte y le da muy buena réplica, con una interpretación tan compleja como exquisita y se convierte en la sorpresa del filme. Solo agregaré esto: atentos a la escena de la cena.
Todo en esta película está medido a la perfección y se nota de lejos. La fotografía es natural con tonos apagados, luces suaves, a veces pareciendo que la iluminación de la habitación se conseguía a través de unas velas. La ambientación profundiza -y crea- el escenario perfecto para esta historia: las paredes parecen ocultar secretos, las telas nos hablan y los largos silencios calan hondo, mientras de poco se van complementando con el ritmo lento, en el buen sentido de la palabra, de este conjunto que se construye milimétricamente durante todo el largometraje.
La calma de su narrativa es necesaria. En su estado más avanzado se muestra como lo que verdaderamente es: una película que tiene al amor como una obsesión y a la obsesión como enfermedad física. Sin necesidad de generarnos saltos se va transformando en algo retorcido que al inicio se nos ocultaba sin dar lugar a pistas. Tal vez ahí es donde está la genialidad de ‘El Hilo Fantasma‘, en aparentar ser un drama de época en un escenario que hace creíble el típico relato del artista obsesionado.
Mención especial a la banda sonora de Jonny Greenwood (si, el guitarrista de Radiohead) en la quinta ocasión que musicaliza un filme de Paul Thomas Anderson. Es meticulosa, exquisita y sabe trasladarnos a los estados de ánimo de la película. Sus partituras nos trasladan de la ilusión a la ternura, de la ternura a la obsesión, de la obsesión a la tristeza… Es un deleite para los oídos y quizás su mejor trabajo hasta ahora, porque no se iba a permitir ser menos que eso.
Al final de cuentas hay que ser claros. Esta no es de esas películas que gustan y encantan al público en general, hay que saber a quién recomendársela. Eso sí, si eres de los que se deja seducir por su exquisita realización y lo complejo de sus personajes, encontrarás en ella algo cercano una obra magistral, si es que no lo es aún. ‘Phantom Thread’ ya es de mis favoritas de este año.